Carta para Nerjamujer, tema "Tierra Trágame"(1er premio local)



 Querida amiga,

el motivo de mi misiva no es otro que narrar por escrito  un  suceso que me aconteció la semana pasada,  un capítulo de mi vida que probablemente consideres nimio y trivial, ¿pero acaso no es eso la vida, una sucesión de banalidades sin aparente importancia? 


En fin, comencemos por el principio, que casi siempre es la mejor forma de empezar:

Hace cuestión de dos meses, recibí una invitación por facebook para acudir a un evento, posiblemente el primer evento al que me invitan por esta vía digno de captar mi atención, nada más y nada menos que una reunión de antiguos alumnos del instituto Nuestra Señora de las Angustias, y no de una promoción cualquiera no, de la promoción 1987-1991, la mejor promoción desde que el mundo es mundo, la mía.


Aunque la noticia me alegró sobremanera, ya no solo por la emoción de encontrarme con antiguos compañeros sino también por la prometedora idea de dejar a los niños con Manolo y pasarme una noche de juerga como Dios manda, no tardé en olvidarme del evento y sumergirme en mi rutina diaria, no sin antes clickar en “asistiré”.


No fue hasta hace dos semanas, siete días antes del evento en cuestión, cuando recordé la cita y movida por el mero afán de cotilleo, me adentré en ese maravilloso patio de vecinos que es la red social y pinché en la página creada expresamente para la reunión de antiguos alumnos. 75 invitados y 58 participantes. De repente, un revoltijo en mis tripas y una leve taquicardia, acudieron a mí en señal de alarma. Entre la lista de participantes, una foto en miniatura del rostro de un hombre de cabello oscuro e incipientes canas, ilustraba un nombre, Enrique Delgado Ramírez. Enrique…Quique…ay…mi Quique.


Un tropel de emociones en forma de recuerdos invadió todo mi ser: Quique sin camiseta tras correr las 10 vueltas al campo del Test de Cooper, mi libro de Mates profusamente decorado con corazones enmarcando nuestras iniciales, el chinito de la suerte que Quique me regaló, los polo flanes de coca-cola compartidos a medias, el primer beso, breve y escueto, en la puerta de los recreativos y el segundo, largo y húmedo, junto a las olas del mar.

Marta, mi grande, vino entonces a sacarme de mi ensoñación, “Mamá, ¿qué te pasa? ¿ estás enferma?”,”enferma de nostalgia, cariño” , “uy mami, iré a por la melcromina”, y no pude menos que sonreír ante tanta inocencia. 


Repuesta ya de mi ataque nostálgico, dejé al corazón a ralentí  y puse al mando a mi cerebro. Enrique Delgado, mi Quique, vendría a la cena de antiguos alumnos, sin duda había mucho trabajo que hacer en siete días.


Comencé por pedir cita en la peluquería, porque tal vez Quique estuviera de lo más interesante con aquellas canitas, pero en mí el estilo Cruela de Vil resultaba de lo más antiestético. Posteriormente, tecleé en google  “cómo perder  5 kilos en una semana” y de entre todas las dietas milagro la elegida fue la dieta de la piña y el atún. Te juro por lo más sagrado que no vuelvo a probar un trozo de piña mientras me quede una neurona viva en el cerebro. Tres días después de no ingerir más alimentos que los dos mencionados anteriormente en la dieta, había perdido dos kilos, trescientos gramos y las ganas de vivir. Además, no sé si fue la piña, el atún o los nervios, pero un día empecé con retortijones y con ellos las evacuaciones que me tuvieron anclada al inodoro durante 24 horas. Lo cual supuso además perder todo un día playero de julio y con él la posibilidad de incrementar mi bronceado en la justa medida para aparentar dos años menos de existencia.


Como ves, la semana fue un calvario. Pero al fin llegó el día señalado, viernes  1 de Agosto, las 21.30 de una calurosa noche de verano que estaba dando al traste con mi alisado de peluquería, pues el cogote no dejaba de transpirar y el pelo se me rizaba al contacto con el sudor de mi nuca. Pero estaba guapa, o al menos así me sentía yo, con mis recién estrenados reflejos cobrizos en el  cabello, casi tres kilos menos y un vestido nuevo verde esmeralda que resaltaba mi moreno y se ajustaba en la cadera formando un estratégico drapeado que disimulaba, en la medida de lo posible, a mis viejas amigas las mollas.


Tanto esmero y tanto perifollo me habían otorgado un poquito de seguridad, un migaja extra de confianza en mí misma a la hora de enfrentarme a Quique, aquel muchacho campechano y guapetón, de complexión atlética y sonrisa embriagadora, por quién bebía los vientos en el instituto. Aquel joven educado que una mañana  de Abril, a primera hora, cruzó su mirada con la mía comenzando así un amor adolescente que duró la friolera de siete dulces meses, que acabaron de sopetón la mañana en que lo vi besando a la lagarta de Julia en el gimnasio. No volví a dirigirle la palabra. No fue fácil recomponer un corazón de dieciséis años,  pero el destino jugó a mi favor, y al curso siguiente, Quique cambió de ciudad y por tanto de instituto y me libré de las punzadas de dolor que verlo por los pasillos me provocaba.


Me adentré en el restaurante escogido para la ocasión con paso firme. Las mesas estaban dispuestas en plan bufé con la clara intención de que la velada transcurriera de manera informal, facilitando así la conversación entre todos los asistentes. Sin duda las numerosas bandejas de bebidas que los camareros portaban sin descanso, harían mucho más por el alterne entre antiguos compañeros que cualquier distribución logística.

Busqué entre los rostros conocidos sin hallar aquel que buscaba. Me alegré al comprobar los estragos que el paso del tiempo habían hecho en la cara y el cuerpo de Julia, difícilmente tendría ganas Quique ahora de morrearla en el gimnasio. Yo estaba claramente más morreable que ella.


La velada iba transcurriendo, los canapés se iban agotando,  las bebidas consumiendo y Quique seguía brillando por su ausencia. Tres mojitos me otorgaron el valor de preguntarle a una antigua compañera si lo había visto por ahí. “¿Enrique Delgado?- preguntó ella- oh no, al final no viene, parece que tuvo una movida en el trabajo o algo así”. La confirmación de mi sospecha me dejó deshecha. Me sentí absurda y patética al recordar mi puesta a punto para la ocasión. Menuda idiota. Y todo para nada, él no vendría y yo había hecho el tonto conmigo misma.


No creas, amiga, que ese sentimiento de ridículo y desilusión que sentí aquella noche es  el suceso  que quería narrarte, no, ese momento embarazoso del cual quería hacerte partícipe llego apenas dos días después, cuando ya la fiesta y la ausencia de Enrique Delgado, habían pasado a un segundo plano en mi memoria.


Fue el lunes por la tarde, 36 grados y el terral intensificando el bochorno. Había bajado con los niños a la playa y veinte minutos después de llegar, tras pelearme con el palo de la sombrilla que se resistía a permanecer firme en la arena y embadurnar de protección solar a unos escurridizos  Marta y Javier, al fin conseguí plantar mi trasero en la silla plegable.

Entonces sucedió. Frente a mí, un hombre moreno de complexión atlética e incipientes canas, me miraba con ojos alegres:


-Elena, ¿eres tú, verdad?


¡Enrique Delgado! ¡Quique, mi Quique! El corazón me bombeaba a mil por segundo, quise levantarme de la silla para asentir y saludarlo, pero entonces sentí como una fuerza desconocida me impedía levantar mis posaderas del asiento. No me preguntes qué fue, si la crema y el sudor que se habían aliado para mantener mi trasero pegado a la tela de la silla, o el cordón que anudaba uno de los lados de la parte inferior del bikini que se había enroscado cual serpiente en uno de los hierros, pero el caso es que mis esfuerzos por levantarme eran inútiles y Quique tuvo tiempo de sobra para ver mis michelines en todo su esplendor , así como  mi pelo sudoroso y encrespado por la humedad y las arrugas que campaban a sus anchas sin el disimulo de ningún maquillaje.


Quique me tendió su mano en un gesto amable para ayudar a incorporarme, y ese, justo ese, fue el momento, ¡Tierra, trágame! El nudo que sujetaba el extremo del bikini se deshizo al levantarme y mis partes más íntimas quedaron expuestas ante los atónitos ojos de aquel hombre al que no podría volver a mirar a la cara nunca más.


Con las lágrimas de vergüenza agolpadas en mis ojos, conseguí anudarme de nuevo el bikini, pero no pude pronunciar palabra alguna de pura humillación.


-Madre mía, Elena- dijo entonces Quique rompiendo el hielo- tú siempre supiste sacarme los colores.


Ambos estallamos en carcajadas. Mi hija Marta se acercó y él la observó:


-Es  tan guapa como su madre. Apuesto a que será otra rompecorazones


-De romper corazones sabías más tú que yo-apuntillé


-Llevas razón- comentó tranquilo- no me porté bien, cosas de la edad, pero pensé mucho en ti, durante mucho tiempo. Tenía ganas de ir a la cena del sábado y volver a verte, pero ahora que lo pienso ha sido mejor este encuentro fortuito, en el que me has mostrado tu lado más íntimo.


Volvimos a reír como niños. Charlamos unos veinte minutos más, rememorando viejas historias. Mientras hablábamos, observé  también el paso del tiempo anidando en su rostro y en su cuerpo, y me di cuenta de lo poco qué realmente importaba eso. Volvió a su sombrilla con su mujer y sus hijos y yo me senté en mi silla plegable, feliz y satisfecha.

¡Qué tontas somos a veces, amiga mía! Qué poca importancia tiene todo en realidad. Los momentos embarazosos se convierten en divertidas anécdotas al poco tiempo y las arrugas y las mollas muestran lo mucho que nos reímos y lo bien qué comimos.



Pues hasta aquí mi historia, querida. Tan sólo recordarte una cosa antes de acabar, si alguna vez tienes una cena de antiguos alumnos,  deja en casa las inseguridades, el tiempo pasa por todos ejerciendo también sus beneficios, ah y sobre todo y mucho más importante si cabe, olvídate de la dieta de la piña y el atún.


Sinceramente,

Tu amiga

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