HISTORIA DE DOS VERANOS (relato ganador Certamen Nerja crea 2013)
El verano se había escapado como un susurro apenas perceptible.
Lo cierto es que aún quedaban
algunas semanas para que el verano del 2013 concluyera, pero septiembre ya no
era verano y menos aún lejos del pueblo.
Irene echó un último vistazo por la
ventanilla del autobús antes de partir. Observó la gente en la cafetería frente
a la estación, sus caras afables y su ritmo pausado. Pensó que era el mar el
causante de que siempre parecieran estar de buen humor. Al menos, el ánimo de ella
mejoraba tan sólo con el olor a sal. Observó a Hugo a su lado, pensó que Hugo era su mar. Cuando
estaba en la ciudad, inmersa en el bullicio y la polución, sólo tenía que mirar
a Hugo para recuperar la sonrisa. Al fin y al cabo, Hugo vino del mar.
Parecía mentira que sólo hubieran
pasado tres semanas desde que llegó al pueblo.
Menuda locura. Habían pasado diecisiete años desde la última vez. El
corazón le latía apresurado al llegar, ¿cómo iban a hacerlo? ¿por dónde iban a
empezar? Quiso volver a meter las maletas en el maletero y subir al autobús de
vuelta a Madrid, pero lo había prometido, se lo debía.
Comenzaron la búsqueda en la vieja
panadería. Él siempre olía a pan recién horneado. Aquel verano trabajaba
repartiendo el pan, pero habían pasado diecisiete años y la dependienta apenas tenía dieciséis. Llamó a la dueña,
pero dijo que habían tenido un muchacho diferente cada verano, así que no sabía
de quién le hablaba, “aquí hay muchos Pacos morenos” le dijo, “éste tenía los
ojos verdes” afirmó Irene esperanzada,
pero la panadera negó con la cabeza zanjando la conversación.
Procuró que los días no se
centraran en la búsqueda, así sería más llevadero si finalmente no lo
encontraban. Solían disfrutar de tardes de playa y lúdicos paseos por el pueblo
hablando de banalidades, sin mencionar a Paco, pero Irene lo buscaba cada
instante, se fijaba en cada rostro buscando esos ojos verdes que una vez lo
fueron todo.
Por las mañanas, mientras Hugo aún
dormía, Irene bajaba a desayunar al bar donde lo conoció. Recordaba aquella
noche con nitidez, aunque tal vez el tiempo había falseado los recuerdos para
mejorarlos y convertir aquella noche en pura magia. Cerró los ojos y se dejó
acariciar por el recuerdo:
El
ruido de los cohetes era ensordecedor
pero era el precio a pagar por contemplar el cielo de Julio inundado de luces
en cascada. Irene sabía que la gente del pueblo reservaba sus mejores galas
para el día de la Virgen del Carmen, así que ella optó por vestir el vestido
blanco con flores de hibiscus azules en el bajo. En Madrid aquel vestido le
pareció un horror, pero ahora el bronceado de su piel se intensificaba en
contraste con el vestido y ella se sentía guapa. Había pensado en el chico de
la discoteca al ponérselo. Ojalá lo viera esa noche y al fin se acercara a
hablarle. Irene bebía la sangría con
cierta inquietud ,temerosa de que sus
padres pasaran por allí y la vieran bebiendo alcohol, pero...¡qué demonios! ya
tenía 18 años y un vaso de sangría o dos no iban a perjudicarla, así que
decidió disfrutar de los fuegos artificiales y de la sangría con tranquilidad.
En ese momento alguien la empujó por detrás y
la sangría tiñó de rojo su vestido blanco. Si hubiera tenido la capacidad de
echar fuego por la boca hubiera carbonizado al culpable, pero al girarse vio a
un chico alto, de pelo y piel oscuros con los ojos verdes más bonitos que
hubiera visto nunca.
-Perdona,
me han empujado a mí también, aquí no cabe un alfiler. Te pediré otra- dijo el
muchacho con cierto tono despreocupado que molestó a Irene
-
¿me pedirás también otro vestido?
-
Depende, ¿los sirven aquí también?- contestó el chico exhibiendo una sonrisa
pícara de dientes blancos que acabó por desmontar a Irene.
Pero casi dos décadas después,
aquel chico ya no frecuentaba aquel bar. Irene se preguntaba si seguiría
viviendo en el pueblo, o si lo reconocería al verlo, o peor, si él la
reconocería a ella. Sólo tenía 35 años, pero ser madre soltera no ayudaba a
mantenerse joven. Sus labios dibujaron una triste sonrisa al imaginarse
enfundada en el vestido blanco con hibiscus azules. Difícilmente bajaría por su
cintura ahora. Qué ingrato era el tiempo con los cuerpos, sobre todo con los
que no tenían tiempo ni ganas de ir al gimnasio.
Y así fueron transcurriendo los
días en el pueblo. Irene siguió buscando en cada rostro, frecuentando los lugares donde estuvieron juntos, consciente
cada hora que pasaba de la locura qué pretendían. Hugo y ella no hablaban del
tema, se avergonzaban de lo absurdo de
su plan.
Una tarde Irene bajó a la cala.
Había necesitado diez días para bajar.
Allí había vivido el momento más feliz y en ocasiones los momentos felices son
duros de recordar cuando tienes la certeza de que nunca se repetirán.
El mar estaba en calma, como lo
estaba aquella noche. ..
Irene
culpó a la sangría por bajar sus niveles
de autocontrol, ella no era de las que hacían esas cosas, pero esa noche, lo
hizo. Estaba embriagada de fuegos artificiales, de luna creciente, de vino, de
ese muchacho que dijo llamarse Paco y la desmontó con una sonrisa. Que le habló
de estrellas, de edificios, de planetas, de ombligos…y le cantaba al oído
mientras se metían desnudos en el mar.
Se
abrazaron, se besaron, se tocaron. Irene se dejó hacer con gusto, estaba
perdida, perdida en él, en sus ojos verdes.
-
Siento que somos el mar- dijo Paco con firmeza
-
Lo somos, lo sé- afirmó ella mientras pensaba que su vida acababa de cambiar.
Y tanto que cambió, Irene recordaba
aquel momento de cambio cada día de su vida. Nunca pudo despedirse de Paco, se
marcharon antes de tiempo del pueblo, su padre debía incorporarse al trabajo de
inmediato y una mañana sin avisar cargaron las maletas en el coche y se fueron
de vuelta a la ciudad con los lloros de Irene como música ambiental. “Se te
pasará, cariño”, le dijo su madre. Su madre, que siempre llevaba razón, resultó
estar equivocada aquella vez.
Irene pensó que Hugo y ella
llevaban una vida feliz, lo habían superado todo siempre entre risas. No
existía un hijo mejor que él. Por eso cuando cinco meses antes le dijo “Mamá,
necesito conocerlo. Busquémoslo”, Irene sólo pudo decir “Esperaremos al
verano”,
Y allí estaban ellos, con el verano
de 2013 a punto de expirar, subidos al autobús que los conducía de nuevo a la
realidad, después de tres semanas de absurda búsqueda.
Irene miraba la cara de su hijo, ya
casi un hombre, y notaba en él algo distinto. No sabría decir que era, un
brillo en los ojos, una actitud, algo había cambiado para siempre, se preguntó
si sería para mejor o para peor.
Se giró para observar una vez más
al hombre del asiento de atrás, cada vez que se giraba temía que se esfumara
como un sueño. Pero seguía allí, alto, moreno, con profundos ojos verdes y
sonrisa pícara.
-Sigo aquí, Irene-le dijo
sonriendo- esta vez no te librarás de mí
Las cosas siempre suceden cuando
menos te lo esperas, y así sucedió una vez más. Era el penúltimo día en el
pueblo. Irene bajó a desayunar en el bar como cada día, pero esta vez un hombre
la esperaba. Irene lo reconoció al instante, y él también a ella.
- He oído que me andas buscando-
dijo él con el mismo tono despreocupado que recordaba
-Sí, y no ha sido fácil, abundan
los Pacos morenos por aquí al parecer
-Ese niño con el que me cuentan que
vas, es…
- Sí, por eso te busco
Los temores de Irene desaparecieron
tan pronto como la sonrisa de Paco apareció en su rostro.
Hubo mucho que contar y se contó.
Al parecer Hugo escogió el momento adecuado para la búsqueda. Los astros
estarían alineados o las circunstancias serían las adecuadas, pero el caso es
que uno más regresaba con ellos en el autobús.
-Echaré de menos el mar-comentó
Hugo justo cuando el conductor arrancaba el autobús.
- Nosotros somos el mar- dijo Irene
henchida de felicidad.
FIN
Vanessa Arrabal Téllez
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