El invitado ausente

EL INVITADO AUSENTE

La casa era un hervidero de gente. Una docena de empleados contratados para la ocasión, impecablemente uniformados con camisa blanca y pantalón negro, corrían por el jardín portando bandejas, botellas, cubiertos y todo el menaje necesario para el gran ágape que se serviría tras la ceremonia nupcial. La florista daba los últimos retoques a los centros de hortensias azules y peonías blancas que adornaban el improvisado altar, que bajo una pérgola de madera blanca, acogería a los novios en el momento de contraer matrimonio. Retales de tul blanco en los respaldos de las sillas de los invitados, así como en las columnas de la pérgola, conferían el toque perfecto de etéreo romanticismo que la ocasión requería.

Elvira, que a aquellas horas aún se paseaba en albornoz supervisando cada minúsculo detalle de los preparativos, se sentía satisfecha, sería el gran evento de la temporada, todos hablarían del gusto exquisito y la elegancia de la anfitriona. Hasta el sol había decidido brillar esa mañana de principios de junio con la intensidad apropiada, calentando sólo lo justo para no resultar molesto. Aquella era sin duda, su gran boda. Poco importaba que fuera su hijo y no ella, quien aquel día se casara. Elvira había tomado las riendas de la organización desde el momento en que su hijo le comunicó la feliz noticia. Era la ocasión ideal para abrir las puertas de su espléndida casa, invitar a la clase alta de la ciudad y dejarlos boquiabiertos con su buen hacer. Tan sólo una pieza no encajaba en su puzle de perfección: su nuera. Esa chiquilla despeinada y de huesos anchos que por motivos desconocidos para Elvira, había conquistado el corazón de su hijo hacía apenas seis meses. Ella había dejado a su novio de toda la vida, un fontanero de tres al cuarto, para irse con su hijo, un joven abogado de familia pudiente que podría haber tenido a cualquier chica digna, pero en fin, el amor y sus razones, eran ámbitos que siempre escaparon al entendimiento de su pragmática mente. En cualquier caso, la chica se había refinado bastante en manos de Elvira y ya apenas la consideraba un escollo de segundo grado para su boda de ensueño.

-¿Aún en albornoz mamá?- Javier bajó las escaleras enfundado en un chaqué gris marengo con chaleco a juego y corbata azul en perfecta sintonía con las hortensias. Era un joven enérgico que desprendía entusiasmo a cada paso, y parecía derrochar aún más vitalidad ese día, el de su boda. Jamás habría pensado en casarse antes de los treinta, pero unas compras navideñas de última hora,  cambiarían su destino. Quería regalar a su madre una edición limitada de su perfume favorito, sin sospechar que la sonrisa más dulce que jamás hubiera visto, le aguardaba sin pretenderlo, tras el mostrador de la sección de perfumería. Ver a Ana y enamorarse, fue todo uno. El flechazo mutuo, no supo de clases sociales, ni parejas previas. El amor llegó arrasando y seis meses más tarde, a punto de unir legalmente sus vidas, Javier se sentía inmensamente dichoso.

Javier contempló fascinado cómo su madre había convertido la casa y especialmente el jardín, en el escenario perfecto para la boda. Observó también el bullicio a su alrededor, los camareros iban y venían, la peluquera sujetaba varias horquillas con la boca mientras daba los últimos retoques a las mujeres de su familia y la maquilladora no daba abasto cambiando de brocha y tonos de colorete según la invitada que se sentara frente a ella. Todos hablaban al tiempo y se movían acelerados. Toda aquella barahúnda le pareció una locura maravillosa.

Tan sólo una persona en toda la casa parecía ajena a la algarabía prenupcial. Sentado en una silla de madera junto a la mesa de la cocina, su abuelo Antonio recomponía abstraído, los trozos de una vieja postal rota en seis pedazos. Hacía lo mismo cada día, recomponía postales que él mismo rompía. Así pasaba las horas entre comidas, inmerso en su rompecabezas, a años luz del mundo circundante y las personas que lo habitaban. De vez en cuando, interrumpía la tarea y decía alguna frase absurda. Demencia senil, decían los médicos,  alternará periodos de locura con momentos de lucidez, decían también, pero lo cierto es que los momentos de lucidez parecían formar ya parte del pasado. Al principio todos prestaban atención cuando Antonio hablaba, pero poco a poco, dejaron de oír sus desvaríos de senectud.

Javier observó a su abuelo y lamentó que no fuese consciente de lo que estaba sucediendo. Habían tenido siempre una estrecha relación y le hubiese gustado que participara activamente en la ceremonia, pero su madre le había quitado la idea de la cabeza, “al abuelo le das dos postales y lo dejas en paz, que no quiero escándalos en la boda”. Javier se acercó a él y posó afectuosamente su mano en el hombro de su abuelo:

-¿Cómo va eso, abuelo?, ¿necesitas ayuda con esa postal?, preguntó Javier al tiempo que se quitaba el chaqué y lo dejaba con cuidado sobre el respaldo de una de las sillas de la cocina.

-Coge la lata, hijo-respondió su abuelo súbitamente sin levantar la vista de sus trozos de papel

-¿Cómo dices, abuelo?, ¿la lata?, ¿qué lata?

Su abuelo levantó la mirada y señaló, dentro de  una alacena con puerta de vidrio, una vieja cajita cuadrada de latón, de no más de tres dedos de altura y uno de anchura, donde Javier guardaba  los cromos de fútbol que su abuelo le compraba cada semana cuando era un crío.

-La lata es importante. Coge la lata, hijo, haz caso a tu abuelo

Javier cogió la lata y se la acercó, pensando que tal vez quisiera guardar en ella los trozos de la postal rota, pero éste la rechazó con la mano y repitió:

-Coge la lata, hijo. Tienes que guardarte la maldita lata. Es importante

Javier lo miró con tristeza y se compadeció de él secretamente. Escuchó a su madre llamándolo desde el salón y se apresuró a acudir, dejando a su abuelo allí con la postal y la lata de cromos.


A la hora estipulada, los invitados fueron llegando y acomodándose en las sillas dispuestas en el jardín. Al blanco y azul predominante en la decoración, se unían ahora  morados, verdes, fucsias y toda una gama de colores chillones que coronaban las cabezas de las señoras en sus tocados imposibles. Algunas portaban sombrillas para el sol y otras elegantes pay- pays de rafia que Elvira se había asegurado que fuesen repartidos entre las invitadas que así lo desearan como detalle de bienvenida.

Una vez todos estuvieron debidamente sentados, los acordes de una canción de Billie Holiday comenzaron a sonar, se hizo el silencio entre los asistentes y Elvira apareció en escena luciendo un impecable traje de dos piezas color esmeralda que levantó miradas de admiración y que por unos instantes  robó todo el protagonismo al novio, de cuyo brazo iba. Pero no tardó Javier en hacerse con todas las miradas, pues era tal la felicidad que irradiaba a través de su sonrisa sincera y el brillo de sus ojos, que a nadie pasaba desapercibido que estaban ante un hombre dichosamente enamorado.

Caminaron a través de la alfombra roja cubierta de pétalos de rosas blancas hasta llegar al cura que oficiaría la ceremonia, aguardando allí la entrada de la novia. Javier tuvo tiempo de observar a los invitados, sonrientes y expectantes. En la última fila, junto al pasillo, vio también a su abuelo Antonio. Estaba allí sentado como un invitado más que era, pero en realidad estaba ausente, con la mirada perdida y su mente en otros menesteres.

La voz melosa de Billie Holiday dejó paso a la marcha nupcial de Mendelssohn y con ella llegó la novia, envuelta en un vestido blanco roto palabra de honor con falda de gasa y una corona de hortensias blancas sobre el rubio cabello ondulado, que le otorgaba el aspecto de una diosa nórdica. El corazón de Javier bombeaba con entusiasmo desmedido y a Elvira se le escapó una media sonrisa de aprobación al ver el milagro que el maquillaje había obrado en el rostro de su nuera. Los invitados se levantaron y aplaudieron mientras la novia, del brazo de su padre,  recorría la alfombra hasta llegar al lado de su prometido. La marcha nupcial dejó de sonar y se oyó el alegre trino de unos mirlos que perfectamente podrían haber estado contratados por Elvira. Javier se preguntó si algún otro momento de su vida desbancaría alguna vez a éste que estaba viviendo. Sencillamente perfecta, así era la escena que tenía lugar esa cálida mañana de Junio.

Pero apenas el cura comenzó su perorata, un elemento inesperado surgió de la nada para truncar tanta perfección:

-¡No te casarás con ella!

El cura cesó su charla y todos los asistentes se giraron buscando a la persona que había pronunciado tan desafortunada frase. Las caras de indignación  tornaron en terror cuando vieron que un hombre joven avanzaba por el pasillo nupcial portando una escopeta recortada. Elvira, aterrada, reconoció al joven al instante: el fontanero del tres al cuarto. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. El desgarrador grito de la novia cortó el aire cuando se oyó un disparo certero en el pecho de Javier. “Estaba siendo un gran día”, pensó Javier justo antes de caer desplomado a los pies del altar.

El pánico cundió, algunas mujeres chillaban, otras corrían sin dirección, algunos hombres se abalanzaron sobre el ex-novio despechado, apresándolo y arrebatándole el arma y otros llamaban a médicos y policías desde sus teléfonos móviles. En mitad de la confusión, el abuelo Antonio que había permanecido ajeno a los acontecimientos, se levantó al fin de su asiento y con paso tranquilo se acercó al cuerpo yacente de su nieto.
-Vamos hijo- dijo a su nieto mientras le cogía la mano- hazme caso esta vez y  levántate
Ante la mirada  incrédula de todos los que allí estaban, Javier abrió los ojos súbitamente y con la ayuda de su abuelo fue incorporándose despacio. Las lágrimas desconsoladas de su madre y su novia, se derramaban ahora de alegría. ¡Ha resucitado!, exclamaron algunos, ¡es un milagro!, ¡está vivo!, ¡está vivo! El júbilo se desató por doquier.

Javier, aún en estado de aturdimiento, miraba alrededor sin comprender nada. Hacía tan solo un par de minutos que el ex de su prometida lo había encañonado y disparado en el pecho, él había podido sentir el dolor del impacto y había caído desplomado, sin embargo allí estaba, vivo y aparentemente ileso. Se llevó la mano derecha al pecho dolorido, el bolsillo del chaqué había sido perforado  por una bala de calibre 20, pero algo había interrumpido su trayecto antes de impactar en el corazón eufórico de Javier. Algo duro, algo metálico. Introdujo  la mano en el bolsillo agujereado y sacó de él el pequeño objeto que había interceptado la bala. Javier, atónito y estupefacto, comprobó que se trataba de la pequeña cajita de latón donde guardaba los cromos de fútbol cuando era un niño.

Miró a su abuelo confundido y quiso hablarle, pero se vio envuelto en un mar de lágrimas y abrazos. Todos querían comprobar de primera mano que estaba vivo. En mitad de la lluvia de cariño y curiosidad, Javier pudo observar como su abuelo regresaba a su asiento en el jardín, sacaba una postal rota de un bolsillo y comenzaba a reconstruirla.

Con los novios e invitados recuperados del susto y el ex novio vengativo en comisaría, Elvira decidió que no había motivo para que la boda no se celebrara. Y así sucedió. Una ceremonia aún más emotiva tras el impactante suceso acontecido, dio paso a un banquete extraordinario donde los músicos tocaron alegres melodías, el champán se derramó a borbotones, las corbatas acabaron anudadas a las cabezas de los caballeros y los tacones de las señoras olvidados sobre las sillas vacías.

Con la noche ya entrada y los invitados abandonando el lugar, Javier se adentró en la cocina y se sentó junto a su abuelo, que aún andaba enfrascado en su particular hobby. Había pasado gran parte del día pensando en cómo llegó la lata al bolsillo de su chaqué, hasta que recordó que lo había dejado por unos momentos en el respaldo de una de las sillas de la cocina, junto a su abuelo. Sin duda éste debió haber aprovechado la ocasión para introducir en el bolsillo delantero  la pequeña caja metálica .Las palabras acudían a su mente, pero sólo podía balbucear:

-abuelo, tú...tú…la lata…tú lo sabías, pero, ¿cómo…? ¿Cuándo…?

-¿Qué dices, hijo? ¿Qué lata? No sé de qué me hablas

-Vamos abuelo, esta mañana, tú insistías en que cogiera la lata, tú sabías que…

Elvira apareció en la cocina interrumpiendo la frase.

-Javier, hijo, ¿qué le dices al abuelo? No creerás que él tuvo algo que ver en que hayas salido ileso. El abuelo está loco, no dice más que tonterías, sólo cosas de loco sin ton ni son.

-No, mamá, él sabía de algún modo que esto iba a suceder y me protegió, ¿verdad que sí, abuelo?

-Yo sólo sé que no tenemos hombres suficientes para ganar la guerra, teniente- dijo el abuelo a modo de respuesta.

-Te lo he dicho, hijo-recordó Elvira satisfecha- el abuelo está loco como una cabra. Anda, ven con tu madre a despedir a los últimos invitados. Sin duda la boda ha sido todo un éxito y el incidente del disparo no ha hecho más que mejorarla, ¿no crees?

Ambos, madre e hijo, se encaminaron al jardín desde la cocina dejando al abuelo con sus desvaríos. Javier se giró a mirarlo una vez más, su abuelo levantó la vista devolviéndole la mirada y sus labios comenzaron a moverse para formar una frase, fue apenas un susurro, pero perfectamente perceptible en los oídos de Javier:

-Los locos sabemos muchas cosas que los cuerdos ignoran

Y tras un guiño cómplice regresó a sus cosas de loco.



FIN

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