Oh balancé, balancé , Cupido sin gluten o febrerillo el loco



Febrero no tiene un buen publicista. No es un mes del que se hable, excepto cada cuatro años, cuando es bisiesto. Comprendo que aparte del más irregular del calendario, es el más corto, llega inesperadamente cuando aún no te has recuperado de la sobredosis de polvorones y se marcha en un suspiro antes de darte cuenta siquiera que estás a esto de meterte de lleno en la primavera ( de las mierdas de la primavera ya hablamos en abril, ¿vale?). Encima no sabes ni qué tiempo hace, es invierno pero la mayoría de los días no hace frío, un día te levantas con nieve en la sierra y al otro ya no está, se ha esfumado con los rayos de sol como tú dinero en las rebajas. Podría hacer un inciso ahora y hablar de las rebajas de febrero, o lo que es lo mismo, el único perchero en una esquina perdida de la tienda con vestidos de verano a 5, 95 euros que  el año anterior costaban cincuenta euros (cuatro me he comprado), pero no lo haré, porque quiero dedicarle a febrero todo el tiempo que se merece, que tampoco es mucho.
El mes del amor dicen también que es...bueeeno, permitidme que discrepe, aunque si entendemos por amor que las pastelerías vendan galletas en forma de corazón a casi tres euros o que las rosas tripliquen su valor e inunden la estantería junto a la caja del Carrefour, entonces sí, es el mes del amor. Los restaurantes preparan menús especiales, los comercios (el chino de Cristina entre otros) adornan con globos, el Mercadona expone sus tartas sin gluten más rojas y se crean expectativas entre los enamorados. ¿Me escribirá, no me escribirá? ¿Se lo digo, no se lo digo? ¿Me pongo la lista de San Valentín en Spotify y me deprimo? Ay, dudas de febrero...
Y con el corazón henchido de felicidad o recogiendo del suelo sus mil pedazos rotos (y dejando un trocito dentro de su bota para que le duela si se va con otra, que diría la Rosenvinge) según haya ido la cosa, nos metemos de lleno en el carnaval. Purpurina, goma eva, silicona, brilli brilli, oh balancé, balancé, ¡viva el carnaval! Esa época del año en que uno puede ponerse la careta sin que lo acusen de hipócrita, ¿pero no es la vida acaso un baile de máscaras perpetuo, no es quizá el carnaval uno de los días en que vamos menos disfrazados? A mí me encanta mi grupo de carnaval, porque en el previo nos sacamos los ojos las unas a las otras por medio centímetro de polipiel dorada, pero en el pasacalles nos tomamos dos gin tonic y por calle Pintada nos importa un carajo que el gorro vaya torcido y se nos hayan despegado las tiras de estrás de las alpargatas, lo importante es ir al lado de los y las brasileñas (tututú, tutututú). Eso sí, a la hora de subir al escenario a recoger el premio ( si lo hubiera o hubiese) vuelve a haber tortas, porque el alcohol no merma el egocentrismo, si acaso lo acrecienta.
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Y cuando este mes, corto pero cargadito, esté casi a punto de expirar, me tocará cumplir años y hacer un balance inevitable (oh balancé, balancé, quiero bailar con vosé...). Mirar atrás, ver todo lo que he dejado atrás en el camino y evaluar si merece la pena regresar a por algo o continuar marchando y dejarse sorprender por lo que el sendero aguarde, ¿cuántos San Valentines más, cuántos carnavales, cuántos febreros bisiestos?

Nada tiene febrero que envidiar a agosto ( tres días si acaso, dos si es bisiesto), ni a diciembre, ni a septiembre. Febrero se pasa en un suspiro como cualquier cosa buena de esta vida, para cuando acabes de leer esto probablemente ya sea marzo.

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