INFIERNO HÚMEDO ( 1er premio del Certamen de relato corto La Aventura de escribir, año 2014)
El timbre sonaba
insistentemente. Mario apenas podía levantarse de la cama. En los dos últimos
meses había adelgazado 18 kilos, siempre había sido delgado pero ahora apenas
unos cuantos gramos de grasa separaban la piel del hueso. Debía ser el
repartidor, que como cada lunes traía el pedido semanal de comida. Pero hoy no podía abrirle, era el
día, lo sabía. De todas formas, las latas de conserva se amontonaban en la
alacena y las frutas y yogures caducaban en la nevera desde hacía semanas, no
necesitaba más comida. Hacía dos días
que sólo ingería agua con azúcar, desde que el hombre del tiempo informara de lo inevitable.
Tarde o temprano debía
suceder, se había demorado sesenta largos días, pero al fin había llegado.
Notaba la humedad en el aire, en su pelo, en lo más profundo de sus desgastados
huesos. No necesitaba descorrer las gruesas cortinas para comprobar que hoy el
sol no iluminaría la estancia. La certeza de lo que estaba a punto de suceder lo
abrumaba y aterraba de tal forma, que hasta respirar dolía.
Con un esfuerzo
sobrehumano, Mario se incorporó lentamente en la cama. El timbre había dejado
de sonar. Escudriñó en sí mismo y encontró una pizca de energía y un resto
mínimo de valor, el suficiente para aproximarse a la ventana y descorrer las
cortinas de su dormitorio.
El mundo le devolvía un
paisaje gris. A través de los cristales vio hojas secas de Noviembre arremolinándose
al compás que marcaba el viento. Dos perros, un labrador y un mastín, se
enfrentaban con ladridos al final de la calle. Sus dueños tiraban de las
respectivas correas intentando evitar la afrenta. Mario se quedó inmóvil con la
mirada clavada en uno de los dueños, concretamente en su mano izquierda, que
libre de portar la correa, sujetaba con vehemencia un elegante paraguas negro.
No cabía duda, aquel hombre lo sabía, igual que lo sabía él: iba a llover.
DOS MESES ANTES
Estaba pletórico. No podía
haber salido mejor, un vino por aquí, un whiskey por allá y finalmente los
condenados rusos habían firmado el acuerdo. Su maldito jefe estaría satisfecho,
casi podía oler el puesto de vicepresidente. Mario se encaminó al lavabo de
caballeros sin desdibujar la sonrisa del rostro. Se miró en el espejo
orgulloso, esa era la cara que tenía un triunfador. Se dirigió al urinario y
mientras disminuía la presión de su uretra, sintió deseos de llegar corriendo a
casa y contárselo a Alicia, pero un instante después pensó en Marga y en sus
pechitos puntiagudos y decidió que podía pasar por el apartamento de su joven
amante para celebrarlo y ya después le contaría la buena nueva a su mujer.
Sacudió las últimas gotas, se subió la cremallera y al girarse, algo inesperado
lo sorprendió.
En el mismo espejo
donde segundos antes se había admirado complacido, había ahora una frase
escrita en mayúsculas:
“MORIRÁS CON LA LLUVIA”
¿Quién demonios…? No
había oído pasos ni el más mínimo indicio de que alguien más hubiese entrado al
lavabo. Y esa frase…morirás con la lluvia…
¿se suponía que iba dirigida a él? ¿Qué clase de broma idiota era aquella? En
cualquier caso no iba a dejar que una gamberrada le aguara la fiesta. Marga, sí
señor, ella era su siguiente parada.
La visita al
apartamento de la joven fue corta y ardiente, justo lo que esperaba. Ella ya lo
esperaba desnuda y húmeda en la cama, así que no se demoró más de lo preciso.
Justo cuando se disponía a abandonar el piso de su amante, un sobre blanco en
el suelo junto a la puerta de entrada, captó su atención. Su nombre estaba en
el anverso del sobre. Lo cogió intrigado y temeroso, ¿quién dejaba un sobre
para él en casa de su amante? ¿Acaso
Alicia se había enterado de su aventura? En el interior del sobre, tan sólo una
tarjeta blanca con una sola frase en mayúsculas: “MORIRÁS CON LA LLUVIA”.
Mario había salido del
apartamento de Marga como un rayo, sin ni siquiera despedirse. Esa broma
empezaba a no tener gracia. Conducía nervioso camino a casa, ya no pensaba en
el acuerdo con los rusos, si no en aquella estúpida frase. Paró en un semáforo
en rojo y un chaval africano se acercó con un paquete de pañuelos de papel. Se
apresuró a subir la ventanilla y negar con la cabeza. “¡Espere!”, gritó el
muchacho. Mario volvió a negar con la cabeza, pero en ese instante unas
palabras del muchacho llamaron su atención. Mario no daba crédito a lo que
creía haber oído, bajó la ventanilla y visiblemente alterado interpeló al
chaval “¿Qué has dicho? ¡Dime qué has dicho!”, “Nada señor – contestó el
muchacho con voz tranquila – sólo que tenga cuidado con la lluvia”.
Las gotas de sudor
resbalaban por la frente de Mario sin control a pesar de que una suave brisa de
Septiembre había refrescado la tarde. El corazón le palpitaba desbocado. No
encontraba la forma de calmarse, debía liberarse de ese sentimiento de terror
que las funestas notas y las palabras de aquel tipo le habían infundido. Tal
vez su cuñada pudiese aliviarlo. Sí, eso era, su cuñada Sandra y sus cartas del
tarot. Sandra no era una farsante más, ella tenía un sexto sentido. Él había
acudido a ella en más de una ocasión y sus predicciones nunca habían fallado.
Ella le diría que no hiciera caso de a aquella frase, que dejara de torturarse,
que no importaba si llovía o tronaba, que le esperaba una larga vida de
triunfador.
Sandra lo recibió con
alegría y afecto. Era un poco más joven y más delgada que su hermana Alicia, y
aunque carecía de los rasgos suaves de ésta, Mario se había imaginado en la
cama con ella en más de una ocasión.
-Y bien, cuñado, ¿a qué
debo el honor de tu visita?
-Sandra, es importante,
necesito que me eches las cartas y me digas si hay algo importante, algo
extraño, lo que sea. Por favor, es urgente.
Las cartas estaban
desplegadas en la mesa y Mario esperaba aterrado el veredicto. El rostro de su
cuñada se tornó sombrío y él sintió un nudo ahogándole en la garganta.
- Mario, escúchame- su
cuñada habló con voz solemne- la guadaña te anda rondando, la muerte es húmeda,
el agua caída del cielo le dará poder.
- ¡¿Qué coño significa
eso, Sandra?!- Mario la miraba con ojos desorbitados.
Y entonces, su cuñada
sentenció:
-Morirás con la lluvia.
Lo siento, Mario.
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Dos meses habían
transcurrido desde entonces, dos meses en que la angustia había debilitado a
Mario hasta ir consumiéndolo poco a poco. Había intentado no pensar en ello,
dejarlo pasar, pero era imposible. Al principio siguió acudiendo a su trabajo
con aparente normalidad, pero estaba desconcentrado y huraño. Las reprimendas
de su jefe no tardaron en llegar y Mario respondía a ellas con apatía e
indiferencia. El despido llegó en apenas tres semanas.
La situación en casa no
era más halagüeña, los constantes reproches de Alicia ante su dejadez y desgana
habían sido sólo parte del motivo de que se mudara al piso que había sido de sus
padres. Lo cierto era que necesitaba vivir su angustia en soledad.
Dejó de responder
llamadas, comenzando por las de Marga. Sentía que habían pasado años luz desde
que alguna vez se sintiera excitado por ella. En realidad le era difícil
expresar algún tipo de emoción positiva hacia alguien o algo. La obsesión por
el tiempo lo inundaba todo. Cada mañana observaba el cielo desde su ventana y
respiraba aliviado al verlo despejado tal y como los meteorólogos habían
pronosticado.
Los días iban
sucediéndose y la lluvia no llegaba, era algo inusual en aquella época que no
hubiese caído aún una sola gota desde el verano. Pero la sequía no sería eterna
y tarde o temprano Mario debería enfrentarse a su destino. Fueron muchas las
noches que despierto en la cama imaginó cómo sería su húmedo final. A veces
pensaba que un conductor desorientado por un aguacero lo atropellaría, otras
que una lluvia torrencial provocaría el desplome del techo sobre su cabeza y en
ocasiones simplemente se imaginaba con los brazos abiertos bajo la lluvia sintiendo
como su cuerpo se desintegraba al
contacto con el agua.
Pero al fin había
llegado, la incógnita sería despejada, hoy era el día. La lluvia lo mataría,
sólo había que esperar a saber cómo.
Las primeras gotas comenzaron
a caer al mediodía. Mario observaba aterrado la escena desde la ventana del
dormitorio. Sentía escalofríos en todo el cuerpo, pero un ínfimo recoveco de
esperanza de su mente lo animaba a pensar que algo así no podría matarlo.
Entonces se oyó un trueno y Mario cayó al suelo atemorizado como si hubiera
sido señalado por el dedo de Dios.
Los truenos se fueron
sucediendo y las nubes expulsaron el agua a borbotones. Mario temblaba en el
suelo. El agua cayó y cayó durante horas. Mario sacó fuerzas para ir al baño y
también para beber más agua con azúcar. No quería morir, pero no soportaba más
el infierno de la incertidumbre. Morirás
con la lluvia, la frase resonaba una y otra vez en su cabeza, martilleándolo,
torturándolo. No soportaba un segundo más de angustia. Si debía morir, que así
fuese.
Arrastró sus pasos
hasta la puerta de entrada, agarró el pomo con mano temblorosa, suspiró
profundo y abrió la puerta. Una ráfaga de aire le atizó la cara y mojó su
rostro desencajado. Mario continuó andando, adentrándose en la acera, después en
la calzada. La lluvia caía a raudales sobre su cuerpo, los coches frenaban y la
gente le gritaba, “¡apártese de ahí, loco!”, pero Mario permanecía inmóvil con
las manos extendidas y la mirada levantada hacia el cielo. Entonces abrió la
boca para gritar muy alto:
- ¡Aquí me tienes,
vamos, hazlo! ¡Acaba conmigo! ¡Mátame!
Pero la lluvia no lo
mató. De golpe y porrazo dejó de llover. Mario percibió que alguien lo había apartado
de la calzada y lo había conducido hasta la puerta de su casa, pero estaba
aturdido y desorientado. Entró en casa y empapado como estaba, se dirigió a la
cocina y tomó una lata de alubias de la alacena.
Se comió el contenido
de la lata tranquilamente y por primera
vez en dos meses, sonrió. Había vencido a la premonición. Había vencido a la
lluvia.
Se dio una ducha y con
ropas limpias y secas, se sentó en el sofá junto al radiador. Encendió el
televisor con el mando a distancia, regresando así sin más, a una apacible
rutina olvidada. Las noticias dieron paso a la predicción del tiempo y el
hombre con traje gris de la pantalla comentó con una cálida sonrisa: “La lluvia
nos dará una tregua esta noche, pero no se olviden mañana de echar nuevamente
mano de sus paraguas, pues la lluvia volverá”.
Mario apagó el
televisor, entró en su dormitorio y abrió el altillo del ropero. Recordaba que
su padre guardaba allí la escopeta de caza. Se encañonó a sí mismo consciente
de que no podría aguantar más lluvia, sin saber cuál de ellas lo mataría. Que
le dieran a la lluvia, él manejaba su propio destino.
El eco del disparo
resonó en toda la calle.
- -------
“Un hombre aparece muerto en su
casa.
M.G.L, de 40 años fue hallado muerto en el interior de su domicilio a
causa de un disparo de escopeta, que presuntamente fue efectuado por él mismo.
Pocas horas antes había protagonizado un altercado en plena vía, cuando
ataviado solo con unos pantalones de pijama permaneció varios minutos en mitad
de la calzada bajo la torrencial lluvia, provocando la confusión entre
conductores y peatones”
- ¡Brindemos a la salud
del pobre difunto!- exclamó Alicia levantando su copa
- No se merecía salir
en el periódico, ni aunque lo haya hecho ya muerto- comentó Sandra juntando el
cristal de su copa al cristal de la copa de su hermana.
Marga, soltó la mano de
Abdul para coger su bebida y unirse al brindis:
-¡Por ese hijo de la
gran puta! ¡Ojalá en su infierno no pare de llover!
Las carcajadas de los
cuatro individuos, Alicia la mujer de Mario, Sandra, su cuñada, Marga, su amante
y Abdul, el joven africano novio de esta última, sobresalían entre el gentío
del pub.
-He de reconocer-
comentó Sandra dirigiéndose a Alicia- que conocías bien al condenado de tu marido,
supiste desde primera hora que se obsesionaría con lo de las notas.
-Gracias hermanita,
aunque me apuesto el pescuezo a que tu interpretación de las cartas del tarot fue
lo que acabó por hundirlo.
- ¡Eh, pero
bueno!-exclamó Marga fingiendo enfado- no menospreciéis la actuación de mi
Abdul como vendedor de pañuelos.
-Sí- intervino Abdul-
además no fue fácil escribir en el espejo del lavabo sin que me viera. Menos
mal que fue una meada larga
Y una vez más, los
cuatro individuos, que alguna vez, directa o indirectamente, se habían sentido
ultrajados o humillados por Mario, estallaron en risas, y vanagloriándose de la
efectividad de su plan, alzaron sus copas y brindaron:
-¡Por un infierno
húmedo!
FIN
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