LA TERAPIA (2º Accesit Certamen de Relatos Cortos La Aventura de Escribir 2019)

 LA TERAPIA

— ¿Pero qué cojones ha pasado aquí?
El inspector García se frotó la barba con preocupación mientras daba vueltas alrededor del cuerpo que yacía en el suelo. El contraste del rojo de la sangre que manaba del cadáver con las impolutas baldosas blancas de la consulta, le recordó a la bandera de Japón.
— ¿Qué demonios le ocurre a la gente, Gómez? — le preguntó a su compañero, cada vez más convencido después de tantos años de profesión, de que este mundo no tenía cura.

14 DÍAS ANTES. SUSANA



Susana miró a sus compañeros de terapia. Una mujer y dos hombres. ¿Estarían ellos al igual que ella por consejo médico? La mujer era más joven que ella, rondaría los treinta y a diferencia de los dos hombres, ambos de mediana edad y rostros taciturnos, se la veía realmente entusiasmada de iniciar la terapia.

— Susana, toma— le había dicho su médico unos días antes mientras le extendía una tarjeta de visita —es compañera y amiga. Sus terapias de silencio son muy novedosas, pero funcionan de verdad. Se ha demostrado que la neurogénesis es un hecho y que el silencio es la mejor forma de regenerar las neuronas. En cualquier caso, te funcione o no con tus problemas de memoria, te vendrá bien salir de casa unas horas.

Su médico siempre llevaba razón. Conocía sus problemas: sus múltiples despistes, sus pequeñas lagunas, su ansiedad. Era lógico, eso le decían todos, tres hijas para ella sola, ser madre y padre de familia, trabajar fuera y dentro de casa, era demasiado para cualquiera. Te vendrá bien salir de casa. Estaba de acuerdo, tal vez sus neuronas no se regeneraran, tal vez no recuperara nunca las cosas que había ido olvidando, pero al menos le serviría para relajarse un rato al día, no perdía nada. Así que allí estaba, con aquellos tres desconocidos, en una inmaculada sala blanca, aséptica e impersonal, como un manicomio. Cuatro locos y una doctora más chiflada aún. Sonrió al pensarlo.
La doctora le había resultado peculiar nada más verla, con la melena llena de bucles teñidos de lila y unas gafas de montura multicolor que destacaban en mitad de la blancura como un Miró en el Museo del Prado. Les había dado una introducción acerca de la terapia y de los beneficios que conllevaría. En cada sesión llevarían a cabo algunos ejercicios voluntarios que irían variando según los días, excepto uno que era de obligado cumplimiento: estarían en total silencio durante veinte minutos cada día durante las cuatro semanas que duraría la terapia.
¡Qué maravilla! Pensó Susana al imaginarse inmersa en una quietud libre de sonidos, sin oír las peleas de sus hijas por la ropa, la música infernal que emitían sus teléfonos móviles o sus continuas recriminaciones por ser la peor madre del mundo.
Los cinco primeros minutos, cerró los ojos tal y como había aconsejado la doctora, y se dejó seducir por el silencio. Lo encontró placentero. No era algo tan común como podía pensar. El silencio era un lujo. Se sentía bien. Al poco comenzó a notar un poco de incomodidad en la zona del cuello. Se removió en su silla. Estiró las piernas. Recordó de pronto que tenía cita con el dentista al día siguiente, le coincidía con la terapia así que tendría que cancelarla. No pasaba nada, el silencio ahora era lo prioritario. El jueves en cambio, tenía que organizarse para poder ir al partido de baloncesto de Julia, eran las semifinales y su hija, aferrada como estaba a la creencia de que al ser la mediana era la más ignorada de las tres, la mataría si no iba, otra vez. Pensó en la simpleza de su vida. Era paradójico que una vida miserable como la suya cuya mayor emoción residía en ver la final de Masterchef, la tuviera al borde del colapso mental. Se había divorciado y poco después su exmarido había fallecido de un infarto de miocardio. Había sido duro, pero ya había pasado. Ya estaban todas mucho mejor. Pero ella no sabía si definirse como divorciada, viuda o soltera. No había por qué definirse, pero Susana lo necesitaba. Necesitaba una definición, o tal vez un objetivo al margen de sus múltiples quehaceres, necesitaba cualquier cosa que le imprimiera un mínimo de emoción. ¡Qué vida tan complicada e insulsa! ¿Cuántos minutos llevaban ya de silencio? ¿Diez? ¿Quince? Le dolían las cervicales. Abrió los ojos. El hombre que estaba sentado frente a ella, Carlos creía recordar que se llamaba, tenía la vista fija en ella. Se estremeció.

9 DÍAS ANTES. CARLOS


¡Cinco días! Tan solo habían pasado cinco días de terapia y ya creía que se estaba volviendo loco, mucho más loco que antes de empezarla. Cinco días suponían cien minutos en silencio, en total silencio, en aquella sala de consulta insonorizada que lo ponía tan nervioso, con aquella doctora tan alegre e irritante cuya voz solo anhelaba cuando rompía la tortura diaria de los veinte minutos de calvario silencioso. Si por él fuera se habría largado el primer día, pero le había prometido a su mujer que aguantaría. Cumpliría lo que habían acordado. Él asistiría a terapia para manejar la ansiedad y el estrés y ella le daría otra oportunidad, una más, la última. Si no le daba pruebas de que iba a cambiar ella lo dejaría para siempre, se lo había advertido. La enfermedad de su padre y el cambio de turno en el trabajo, le había pasado factura y lo pagaba en casa. Gritaba, daba portazos y a menudo las palpitaciones lo dejaban sin aire, y se desplomaba de golpe en cualquier lugar.
La terapia del silencio le parecía la gilipollez más grande que había oído en mucho tiempo, pero su mujer lo había investigado en Internet y estaba convencida de que era lo que él necesitaba. Carlos trabajaba en el aeropuerto como personal de tierra y ella creía que el ruido constante del despegue y aterrizaje de aviones lo estaba trastornando. Necesitaba una desintoxicación de ruido. Pero la ausencia de ruido le resultaba a Carlos más desquiciante que cualquier sonido por estridente que fuera.
Lo único que empezaba a encontrar agradable de aquellas visitas era encontrarse con los otros pacientes. El primer día creyó que estaban todos como cabras, sobre todo las mujeres. Las había visto cerrar los ojos y vivir la experiencia con concentración máxima, en busca tal vez del Santo Grial de la eterna juventud, juventud neuronal. Pero eran simpáticas, y él chico también, a su manera. Habían quedado para tomar café después de la sesión igual que habían hecho el día anterior. Tenía ganas de que llegara el momento, no solo por la compañía y el café, tenía ganas sobre todo por salir de aquella infernal burbuja de algodón y sobrecargar sus oídos con los sonidos más diversos: el pitido de la cafetera industrial, las tazas al chocar con los platos, las sillas arrastrándose por el suelo. Oh, sí…que llegara ya la hora del café.

ANAHÍ. CINCO DÍAS ANTES


Nada había salido como esperaba. Su creatividad no se había visto reforzada. No había escrito ni una sola línea y no había esbozado un solo dibujo. La terapia no estaba funcionando. Al menos por ahora. Pero Anahí tenía fe en que lo haría, daría resultado, tenía que darlo. Ella nunca tiraba la toalla. Era pronto, aún quedaban diecinueve días de terapia, pero ciertamente los nueve que llevaba no habían sido fructíferos. Cuando su íntima amiga le habló por casualidad de la doctora y sus terapias para regenerar las neuronas, mejorar trastornos psicológicos y otros tantos beneficios, ella pensó que era justo lo que andaba buscando para acabar de una vez por todas con el bloqueo artístico. Era escritora e ilustradora, pero desde hacía meses todo lo que escribía o dibujaba era pura bazofia. Cuando creía escribir algo bueno, se daba cuenta al releerlo que su mente lo había plagiado inconscientemente de alguna obra ya escrita, y exactamente igual ocurría con sus dibujos. Anahí tenía el presentimiento de que la terapia la ayudaría a desbloquearse y la regeneración de sus neuronas la ayudaría a crear su obra maestra. Los tres o cuatro primeros días, el silencio fue una bendición. Encontraba en él una paz espiritual y un sosiego largamente extrañado. Los momentos de mutismo estaban libres de pensamientos, como una meditación a pequeña escala, pero la cosa empezó a cambiar pronto. Los pensamientos comenzaron a vagar por su mente y cada vez eran más oscuros y desconcertantes. Su madre se colaba en ellos, una madre joven que la ataba a la silla de la cocina y le daba unas palizas de muerte. Ella solo tenía cinco años. También aparecía su padre, un padre al que casi no recordaba por haberlas abandonado a ella y a su madre siendo muy pequeña, aparecía en escena y la acariciaba, pero esas caricias le repugnaban, ¿qué le estaba pasando? ¿Por qué tenía esos pensamientos? ¿Eran acaso recuerdos reprimidos? Tenía fe en la terapia, pero lo cierto era que había empezado a temer el momento del silencio. Víctor, uno de sus compañeros de terapia decía que el silencio era peligroso, ¿llevaría razón?

VÍCTOR. TRES DÍAS ANTES.

El puto silencio no existía. Terapias del silencio, vio el folleto en la sala de espera de su loquero, y ansioso como estaba de hallar el silencio en su vida, aunque fuese por un breve periodo, acudió a la doctora. Pero jamás había silencio. No lo hubo en ningún momento. Sus compañeros decían que se volvían locos durante los veinte minutos que estaban callados en ausencia de sonidos y él los envidiaba. No bastaba con una sala blanca insonorizada, una doctora amable que vendía humo y tres pacientes a los que había empezado a coger cariño, las voces de su cabeza no le daban tregua. De hecho, habían empeorado desde entonces. La ausencia de sonido exterior hacía que las voces se escucharan nítidas, se habían vuelto más agresivas, las órdenes eran cada vez más apabullantes. Debía dejar la terapia, pero no quería. No quería porque el café de después con aquellos otros chiflados, lo hacía sentirse normal, más corriente e insípido de lo que se había sentido en mucho tiempo. Además estaba esa chica, la escritora, Anahí, Anahí…A una de sus voces no le gustaba, quería hacerle daño, pero Víctor no quería, le gustaba esa chica, no iba a hacerle daño, estaba seguro de eso. Existía un riesgo si seguía en la terapia de que las cosas se torcieran, pero de momento podía manejarlo.


UNOS MINUTOS ANTES DEL ASESINATO


—¡No puedo soportarlo ni un segundo más! — El grito de Carlos sobresaltó a todos en la sala en plena terapia del silencio.
La doctora y el resto de pacientes lo miraron desconcertados, excepto Víctor, que se incorporó de su silla como si el grito de Carlos fuese un interruptor que hubiera activado un muelle en su trasero:
— ¡Hagámoslo! ¡Hagámoslo! — Exclamó.
— Tranquilícense, señores — La doctora no acertaba a comprender qué acababa de pasar, pero tenía que retomar el control de la sesión sin más demora — entiendo que es complicado en esta fase de la terapia ser perseverante, pero los beneficios de las sesiones ya empiezan a notarse, tenemos que ser constantes y no abandonar nuestro silencio.
Nadie parecía escuchar sus palabras, los pacientes se removían inquietos en sus sillas y se miraban entre ellos. Susana supo que debía imponer cordura:
— Eh, chicos, vamos a calmarnos. Solo fue una charla estúpida. No debimos bebernos el chupito de después del café, se nos fue un poco la cabeza nada más. Pero seamos razonables ahora.
Anahí, la escritora, se dirigió a ella y la miró con un deje de culpabilidad en su mirada:
— Susana, yo tampoco puedo más. Todo está volviendo de golpe, todo lo malo. Ya no quiero recordar más.
—No reprimir nada es positivo — se escuchaba decir a la doctora
— Hagámoslo, hagámoslo— repetía Víctor como un mantra.
Carlos tomó la voz cantante y de pie frente a su silla, hizo el último alegato:
— Pensadlo, todos ganamos algo. Yo me libraré al fin de esta terapia de los cojones que no vale para nada sin que mi mujer pueda recriminarme nada, me dejará volver. Anahí cerrará la puerta de su subconsciente, dejará de recordar toda esa mierda de su infancia y además tendrá material para escribir su obra maestra. Susana — dijo entonces dirigiéndose directamente a la más reacia del grupo — tu vida dejará de ser miserable, ¡al fin te pasará algo emocionante!, y Víctor…Víctor irá a un lugar nuevo donde tal vez deje de oír voces, o tal vez pueda liberarlas del todo, no lo sabemos, pero en cualquier caso dejará de ser un peligro para la sociedad. ¡Hagámoslo!
Y como si esa última palabra fuera la clave secreta para activar un operativo militar, Víctor se dirigió a la doctora, quien permanecía aún en su silla sin dar crédito a lo que acontecía a su alrededor, sin percatarse del gesto con el que Víctor a pocos centímetros ya de ella, sacaba un cuchillo del bolsillo derecho de su pantalón. Tan solo, cuando notó el frío acero desgarrar los tejidos de su abdomen se dio cuenta de que la estaba apuñalando. Mientras la vida se escapaba a borbotones desde sus entrañas, ella pensó qué habría fallado en la terapia.
El resto del grupo permaneció callado tal y como estaban acostumbrados. Cuando creyeron que la doctora había abandonado del todo este mundo, rodearon su cuerpo y se miraron los unos a los otros.
— Ya sabéis lo que hemos hablado — recordó Carlos — saldremos de aquí y cuando nos pregunten contaremos el arrebato de Víctor. Ni una sola palabra de nuestras charlas en la cafetería. Nunca más volveremos a hablar de ellas. Tenemos ese pacto. De hecho, si algo nos ha enseñado esta mujer es a guardar silencio.

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