DIOS EN LA BARRA DEL BAR

 

Tomarse una pinta de Guiness en el irlandés de su pueblo era lo más parecido a viajar que había hecho en mucho tiempo. Allí Lorena se sentía forastera aunque estuviera a solo 200 metros de su casa. Le gustaba esa sensación, la de ser anónima, observar la vida sin ser vista, una especie de Dios en la barra del bar.

En el diminuto escenario un inglés de mejillas sonrosadas, bien por la falta de aire acondicionado, bien por un alcoholismo fuertemente arraigado, cantaba una versión de Rod Stewart al compás de los acordes de su guitarra.

 Al fondo en la esquina, un tipo con sombrero de pesca tocaba las palmas y animaba a su grupo de amigos a unirse a él. Todos británicos y jubilados, todos felices, todos a un paso de la tumba.

 En la mesa de al lado una pareja joven, escoceses probablemente, se besaba con ahínco, inflamándose los labios, con las ansias propias de los amores recientes. ¿Cuánto tiempo les duraría el amor? ¿Tendrían hijos? ¿Podrían pagar las facturas a final de mes?
Una señora mayor, anciana más bien, los observaba, quizá nostálgica, tal vez celosa. Llevaba los labios agrietados pintados de rojo, probablemente a juego con su corazón y miraba a la pareja como quien experimenta un dejá vu, algo que ella ya había vivido, en otra década, en otra vida.
¿Cuántas de aquellas personas tendrían el corazón roto? ¿Cuántos corazones se romperían esa misma noche?
Lorena no vio venir al tío de la camiseta de Guns and Roses.
— Probablemente uno, el mío — dijo el tipo mientras se colocaba junto a Lorena en la barra. — Dos Guinness más, Jo.
Era la primera vez que Lorena lo veía, ¿quién era ese tío? ¿Por qué le había dicho eso? ¿Acaso le había leído el pensamiento?
— Yo también juego a adivinar la vida de los demás.
— ¿Y aciertas? —. Preguntó Lorena.
— No lo sé, me da igual el resultado. Lo interesante del juego es jugarlo. Como la vida.
— Como la vida…— repitió Lorena.
Decidida ya a aceptar que no era la única en la sala con complejo de deidad, dio un sorbo a su cerveza antes de preguntarle al misterioso telépata:
— Y bien, ¿a qué hora está previsto que se te parta el corazón?
— Justo a medianoche.
— Interesante… ¿qué sucederá entonces?
— Querré besarte y tú te negarás.
Lorena rebuscó en el bolso su móvil y comprobó la hora, las 23.59. Ingirió un nuevo trago del brebaje negro de su jarra, cual Astérix bebiendo de la poción mágica, ella no iba a luchar contra la invasión romana pero iba a evitar una tragedia mayor.
Se acercó un poco más al tipo de la camiseta de Guns and Roses y cuando no quedó espacio ninguno entre sus bocas, lo besó apasionadamente, como la pareja de la esquina, como la anciana de los labios rojos recordaba haber hecho alguna vez, en alguna vida.
El cantante de mejillas sonrosadas acabó su versión de Have you ever seen the rain y los felices jubilados británicos estallaron en aplausos, ajenos a la certeza de que el juego estaba a punto de concluir para ellos.
— ¿Qué tal anda tu corazón? — preguntó Lorena al concluir el beso.
El tipo que creía ser vidente y jugaba a inventar vidas, se llevó ambas manos a su pecho y contestó:
— Mejor que nunca.
Lorena sonrió, feliz de haber roto la predicción, satisfecha de haber salvado un corazón, aunque algo le decía que más que una salvación, había sido un trueque, un corazón por otro, el del tipo de la camiseta de Guns and Roses a cambio del suyo propio.
En un taburete junto a la puerta de la entrada, un hombre de mediana edad observaba a la chica de la barra que acababa de besar apasionadamente a un tipo con una camiseta heavy, se preguntó cuánto haría que se conocían, ¿serían felices mucho tiempo?, ¿tendrían hijos?, ¿pagarían sus facturas?

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